Juan Guillero Ramírez, ponente de la sesión del 19 de julio con Cine en Colombia a partir de la Constitución Política de 1991 |
Primer sorbo
Nada continúa cambiando
tanto el curso de la humanidad como fue en su época la irrupción de una nueva
representación de lo humano, y el cine colombiano prosigue actuando en este
sentido. Más que un lenguaje, más que una técnica, el cine colombiano ha
significado una representación radicalmente diferente, una nueva forma de mirar
que ha exigido nuevos modos de sentir y de pensar. Para ello ha sido necesario
que se debiliten otras formas de sentir y de pensar que extrañaban a sí mismo
otra forma de mirar. La imposición de aquella nueva representación arrastró
expulsiones y ostracismos que aún no sabemos si podemos considerar
provisionales o definitivos. Sólo a partir del siglo XX, el espectador
colombiano ha visto lo posible y lo imposible representado en una pantalla,
desdibujando así los límites entre la fantasía y la realidad, sustituyéndose la
centralidad cultural de la palabra por la imagen. La génesis de este proceso no
es difícil de dilucidar, primero la fotografía, con su captura avasalladora del
movimiento y finalmente la televisión, que ha convertido en transparentes los
muros de las casas y a todas las ciudades en una única ciudad. Sin darse
cuenta, el público de películas colombianas se ha transformado en un adorador
de imágenes. Varias mitologías arcaicas consideraban que las cosas de la tierra
eran un doble imperfecto del mundo divino. Y que, en definitiva, los hombres no
eran sino aprendices espectrales de una perfección ajena. No era una mala
explicación teniendo en cuenta que con el paso de los siglos las sucesivas
tentativas religiosas, artísticas y filosóficas han tratado de establecer
puentes sobre idéntico precipicio, como si efectivamente el hombre requiriera
otro mundo que completara, sustituyera o amparara el suyo propio. Ese otro
mundo ha sido imaginado de numerosas maneras, con la ayuda de palabras,
imágenes y conceptos, y de hecho, buena parte de la historia de la cultura
almacena los resultados de estos esfuerzos de la imaginación. Pero sólo en el
siglo XX, el hombre ha visto o ha creído verlo, reflejado en la pantalla que se
multiplicaba interminablemente, tan infinitamente, que al fin se hacía difícil
distinguir dónde empezaba un mundo y dónde el otro. El triunfo de la nueva
representación ha llevado obligatoriamente consigo, el eclipsamiento de la
visión litúrgica y sagrada de la palabra como tradicional creadora de mundos.
Se equivocaron los filósofos del siglo antepasado que anunciaron la muerte de
Dios. En realidad lo que estaba agonizando era el Dios de la palabra. Pero la
consecuencia no era el ateismo, ni siquiera el agnosticismo de la razón, sino
un nuevo politeísmo de la Imagen. Es posible que los pioneros de la fotografía
y después del cine, hicieron más por la expulsión del viejo Dios que todos los
deicidas Intelectuales: a diferencia de estos, ofrecían una alternativa
cautivadora y taumatúrgica en la que no sólo pervivía el misterio, sino que
también se recuperaba el milagro, todos, sin embargo, sostenidos en la
sofisticada verdad de la técnica. El mundo alumbraba otro mundo, poderoso y
omniabarcador, que en lugar de estar escondido en el más allá de las creencias
y de las ideas, quedaba reflejado en las pantallas cinematográficas.
La fecundidad epifánica
del cine colombiano, que ha llenado el siglo XX y comienza a llenar el XXI de
dioses y demonios, de presencias inauditas, de pesadillas perdurables y sueños
imponentes y de mitos, no hubiera sido posible sin esta ósmosis, auténticamente
central, para la conformación de la mentalidad moderna, entre técnica y
representación. Apartado de la autoridad de la palabra y del Dios de la palabra,
el hombre actual, como el antiguo, ha vuelto a ser un idólatra, un adorador de
ídolos, aunque ahora su cosmogonía está apoyada en una técnica fulgurante y
sofisticada que, si no de manera permanente, a cada momento acrecienta su
sensación de verdad, quizás no siempre cree en lo que ve, pero está educado
para ver como si creyera. El cine colombiano ha sido para nuestra época, a la
vez, un engranaje de simulación, un universo simulado, y esto hasta el extremo
que bien puede decirse que la existencia ajena a este circuito simulador apenas
debe, desde la óptica del siglo XX, calificarse como autentica existencia.
Claro está que, por fortuna, esto no excluye el protagonismo irreductible de
las trayectorias individuales; es, de un modo más general, el espíritu de la
época el que ha crecido en la forja de la nueva representación, proyectando en
nuestras ubicuas pantallas, sus luces y sus sombras. El siglo XX y parte del
XXI no puede entenderse sin recurrir al cine. Toda interpretación que
prescindiera de éste, estaría abocada al fracaso. Pero todavía más importante
es comprender que el cine ha dado imagen a nuestro siglo situando el mundo
alternativamente en el plató de la filmación y en la sala de butacas: por fin
hemos estado en condiciones de vernos en el interior de una sala de espejos
que, abarcando a todos, todo lo abarcaba en un juego infinito de resonancias y
deformaciones. Lo que había permanecido oculto, lo que se suponía inalcanzable,
lo que sólo se insinuaba a través de palabras veladas, se hacía súbitamente
explícito. Sin importar lo que tradicionalmente se había asignado al secreto,
todo se hacía revelable, desde los últimos enigmas de la religión hasta los
interrogantes irresueltos de la ciencia. Con su gigantesca maquinaria de
elaboración de relatos visuales –de mitos por lo tanto-, el cine colombiano, en
buena manera, ha refundado nuestra civilización, generando de continuo nuevas
mitologías, nuevas ideologías, nuevas respuestas. Particularmente le ha
refundado aportándole una conciencia de simultaneidad sin precedentes. Ninguna
época había podido contemplarse en la sala de los espejos. Las crónicas orales
o escritas, los legados icónicos de las artes visuales, la historia misma,
nunca habían concebido tal posibilidad. En el mejor de los casos, el reflejo de
un tiempo actuaba inmediatamente después. Tan solo el cine y luego mucho más
abrumadoramente la televisión colombiana, han permitido a una época, ponerse
directamente ante sí misma, observándose, escrutándose y engañándose en
términos de estricta simultaneidad. El siglo XX ha tenido constancia de cómo
iba transcurriendo el siglo, de una manera minuciosa, rigurosa, descarnadamente
detallada. Ha comprobado a diario cómo eran sus quimeras, sus miedos y sus
ilusiones. Todo ello, además, a través de una mirada que atravesaba fácilmente
las fronteras para apoderarse de gran parte del planeta. Por primera vez una
época estaba en condiciones de verse cara a cara en el espejo, con la esperanza
y el riesgo de llegar a olvidar qué silueta pertenecía a la pantalla y cuál a
la realidad, si es que, en tales circunstancias, podemos continuar hablando de
“realidad”. Algunos indios americanos se negaban a ser fotografiados porque
temían que el fotógrafo al impresionar sus cuerpos, les arrebatara su
identidad. De modo similar, el cine colombiano ha arrebatado la “identidad” del
siglo, o al menos la ha transformado de manera que se hiciera imposible
determinar hasta dónde se había extendido el reino de la simulación. Quizás sea
esta la principal razón para otorgarle al cine el título de arte de nuestra
época; otras artes en otras épocas han desempeñado funciones simuladoras
parecidas, redundando asimismo en una dimensión mágica; en este siglo, no
obstante el gran mago ha sido el cine. Gran mago, como fabricante de sueños, desde
luego, pero sobre todo como encantador de realidades. La fluidez simbiótica
entre el cine y la civilización en la que había nacido y se había desarrollado
formaba parte de la naturaleza del primero.
Desde los inicios el cine
colombiano no fue solo un lenguaje artístico o una forma expresiva inéditos y
si podemos calificarlo de arte es precisamente a raíz de su enorme potencial
para vampirizar y recrear el mundo. La naturaleza del cine, esa naturaleza en
la que confluían internamente una tecnología y una nueva representación,
determinaba el poder del cine: su poder epifánico, su poder para arrinconar al
viejo Dios de la palabra a favor de un politeísmo ilimitado de la imagen, su
poder para transfigurar el curso del tiempo rompiendo los vínculos tradicionales
del hombre con su entorno y con su memoria. En contraste con la serenidad, el
hermetismo y la sutileza de las culturas consagradas a la palabra, las culturas
idolátricas son más abiertas y exuberantes, más transparentes. Desde este
ángulo, ninguna época ha asistido a una exhibición de fuerza icónica, y por
tanto de atracción idolátrica, como al que nos ha correspondido a nosotros. No
es de extrañar, por tanto, que desde sus orígenes el cine colombiano haya
estado íntimamente vinculado a su capacidad de fuerza icónica y atracción
idolátrica. Presentándose efectivamente con una liturgia de corte religioso:
desde las barracas de feria de los primeros tiempos hasta las salas
cinematográficas de los centros comerciales y demás múltiplex, los ceremoniales
adoptados, así como el juego de luz y oscuridad, recuerdan ciertas
manifestaciones religiosas. Caverna sagrada, lugar de culto, templo, el recinto
donde se proyectan las películas exige fe y fidelidad. Gracias a esta fuerza
icónica, a ese potencial religioso, entre el cine y el siglo XX y XXI se ha
establecido una extraña relación de vasos comunicantes, siendo muchas veces
inútil tratar de aclarar la dirección
del fluido. Mientras los fantasmas de nuestra época adquirían consistencia en
la pantalla, las criaturas del cine poblaban el escenario como modelos a imitar
o rehuir: resultaba casi imposible escapar a ese círculo donde la fantasmagoría
era, al menos, tan real como una realidad crecientemente incierta. Es así como
el cine colombiano ha ido desgranando en forma de nuevas mitologías las
pulsaciones del siglo. Apenas sería posible hallar una sola película decisiva
que no registrara, directa o indirectamente, esos movimientos colectivos de la
conciencia, metamorfoseándolos en expresiones míticas. Incluso las obras
aparentemente relacionadas con el pasado (como el cine histórico) o con el
futuro (como la ciencia ficción) tienen su razón de ser en las presiones del
presente. Sin embargo, los creadores cinematográficos, y aquellos poderes que
los han puesto al servicio, han estado conscientes en todo momento de la
función epifánica y del magnetismo idolátrico del cine. Por esto, sería
parcial, al trazar balance de estos últimos doce años de cine colombiano,
suponer que el cine es el espejo donde se ha mirado el tiempo, sin advertir
que, con igual justificación podemos afirmar que el tiempo es el espejo donde
se ha mirado el cine. Ahí radica el prodigio sin precedentes que no habían
podido suscitar ni la épica, ni la historia, ni las artes tradicionales: nunca
antes una época había entrado en una sala de espejos semejante, una sala en las
que las figuras se han camuflado, agrandado, retorcido, en la que el mundo se
ha fragmentado en mil pedazos recomponiéndose nuevamente en otros mundos, en la
que el tiempo se ha expandido y contraído con mágica alternancia, una sala de
espejos de poder tan extraordinario que al fin podemos llegar a sospechar que,
en lugar de una artificial sala de espejos, sea en realidad el verdadero mundo.
Y que lo único artificioso, lo único falso, es lo que queda fuera de la
pantalla.
Segundo sorbo
El cine colombiano está
en el centro de esta aventura, sin precedentes de descubrimiento y extravío. En Colombia no hay cine, hay películas,
ha dicho y repetido en muchas ocasiones el realizador Luis Ospina. Según Carlos
Mayolo, la gente en Colombia no va al
cine porque tiene miedo de que le roben el televisor. Sin embargo, varios
títulos de los últimos años han superado el medio millón de espectadores, y
ganan premios en distintos festivales del mundo. ¿Acaso exageran? Al interior
del cine latinoamericano existe una considerable distancia entre México,
Argentina y Brasil y los demás países. Colombia tiene una producción
intermitente que busca su regularidad. En 1997 se terminó La deuda. En 2003, ocho. Parte del cine local tiene éxito: Golpe de estadio (1998) de Sergio
Cabrera, La pena máxima (2001) de
Jorge Echeverri, Bolívar soy yo (2002)
de Jorge Alí Triana, Te busco (2002)
de Ricardo Coral, o La primera noche
(2003) de Luis Alberto Restrepo. Técnicamente se ha mejorado considerablemente
y se explota un filón de comedia que gusta a los espectadores. En junio del
2003 se aprobó la nueva Ley del Cine, con buenos auspicios. Pero hasta
principios de los noventa, durante la larga decadencia del organismo estatal de
producción (FOCINE), el cine colombiano permaneció en un estado cataléptico.
Luego, La vendedora de rosas y La estrategia de caracol, junto con La gente de
la Universal, abrieron el camino. El cierre de Focine dio paso a un sistema de
producción privado. Las únicas ayudas eran los Premios Nacionales de Cine. El
ciclo de producción llega así a prolongarse hasta tres años. La nueva ley de
cine de junio de 2003 ha creado un Fondo para el Desarrollo Cinematográfico. El
70% de los recursos del Fondo serán arbitrados hacia la creación. Algunos
datos: de 1994 a 2004 se produjeron 71 largometrajes colombianos en 35 mm y de
1984 a 2004, 214 en formato de video. Así como en los últimos años, la ficción
continúa repuntando con nuevos realizadores que buscan la cercanía con el
público, arriesgando en propuestas formales y modos productivos novedosos,
apoyados por el Estado y/o por la televisión y/o por algunas empresas, y
regresan algunos veteranos como Lisandro Duque, Jaime Osorio, Gustavo Nieto Roa
y Jorge Alí Triana.
Así también repunta el
documental, ya no tanto en su realización sino en la posibilidad que se tiene
para su exhibición y para su encuentro con el público. Esta mirada
retrospectiva del cine colombiano constituye una necesaria recopilación de los últimos
años de producción nacional y refleja la difícil historia de un arte que ha
contribuido a difundir la especificidad de nuestra realidad, a través de
imágenes que, a pesar de todo, trascienden los límites del tiempo y del
espacio. Décadas de imágenes que transcurrieron revelándonos contenidos e
intereses de jóvenes y veteranos creadores de los múltiples oficios:
directores, guionistas, fotógrafos, músicos, escenógrafos, editores,
productores y actores, que comenzaron a construir la historia de nuestro cine,
y de una u otra forma, la identidad de una nación. Bajo esta óptica, vemos cómo
se va rodando una cinta mucho más compleja y diversa, pero con un mismo
lenguaje narrativo: lo que en otras palabras sería el constatar cómo la
identidad nacional no puede reducirse a un discurso audiovisual o
narrativa. Cualquier producto cultural
adquiere peso y una larga vida sólo en la medida que activa un tejido complejo
y cambiante de discursos y narrativas que ya se encuentran en proceso en
diferentes espacios públicos y privados.
En estos espacios las combinaciones de significado están siempre
íntimamente conectadas con las historias, las memorias y las inversiones
psíquicas y de otra clase de los individuos y grupos sociales. Estas asociaciones ocurren en conjuntos
“biográficos” difíciles de predecir con anticipación y dependen de sus
propias convenciones lingüísticas y de
otro tipo (no están fuera del discurso en este sentido); pero están también
ancladas en prácticas repetidas que constriñen la fluidez formal de símbolos y
signos”. La necesidad de juego y comunicación que el audiovisual satisface ha
permitido dejar memoria de las transformaciones del país, pero esta memoria aún
no lo sabe todo de la complejidad cultural que le dio origen, y junto con este
problema aparece el de la divulgación y preservación de las películas ya
existentes, pero con todo y estas dificultades, las imágenes en movimiento
siguen convocando a realizadores, espectadores e investigadores, y representan
parte de la clave necesaria para la solución del enigma que es para todos los
colombianos el universo cultural heredado de sus ancestros.
La memoria que el
audiovisual colombiano provee a la nación es irremplazable, se constituye en
una geografía virtual que es a la vez un resumen filosófico, sociológico,
antropológico y artístico. Si fueran escasos los motivos expuestos para
demostrar la importancia del audiovisual como historia viva y patrimonio
cultural de la nación, puede establecerse un rápido vistazo de lo que esa
memoria representa para los colombianos, mencionando sólo tres categorías de
los procesos y realidades sociales que explora el audiovisual nacional: el paso
de la mirada ‘blanca’ a la mirada criolla, las mutaciones de la violencia y la
urbanización paulatina de la población colombiana. Pero hoy, ¿qué están
diciéndonos las imágenes de los nuevos creadores?, ¿qué nuevas palabras son las
que usan?, ¿qué quieren comunicarnos?, ¿qué nos quieren contar?, ¿cómo nos
están viendo y cómo ven nuestro país?
Esta será la tarea de nuevas producciones, de nuevos realizadores, de
nuevas imágenes que cambiarán o trasformarán la imagen que tenemos de un
pueblo, violento y anárquico donde el plomo flota y el aceite grasoso (de este tinto)
se mezcla...
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