domingo, 11 de septiembre de 2016

CINE Y RAZA: VIDEO INDÍGENA EN COLOMBIA

Por Pablo Mora Calderón

Pablo Mora Calderón en la sesión del 2 de agosto de 2016

Es preciso problematizar, de entrada, la palabra “raza”, vista aquí en su asociación con lo étnico y, en particular, con lo indígena. Su utilización para dar cuenta del cine indígena sigue una línea de continuidad con un viejísimo sustrato producto del colonialismo que construyó un discurso racializado utilizando categorías como negro, indio, blanco, mestizo, etc. A esas categorías se las ha llenado de evidencias fenotípicas como el color de la piel, dándole al sentido común una evidencia de su existencia “natural”.

Sin embargo, desde distintos ángulos y enfoques analíticos, el concepto de “raza” es considerado como una construcción discursiva problemática (ver, por ejemplo, los textos de Stuart Hall, Peter Wade y Eduardo Restrepo al final en Bibliografía). Se trata, en general, de un sistema de clasificación de las diferencias que opera en todas las sociedades humanas. Este sistema de clasificación utiliza indistintamente características biológicas, culturales, intelectuales y cognitivas y conlleva el peligro de propiciar la discriminación sobre suposiciones erróneas del tipo: los negros son “malos” y “pobres”, los indios “brutos” y los blancos “racistas” y “soberbios”.

En América, fue la Iglesia española la primera que propuso durante la Conquista una clasificación racial de la diversidad humana. Fueron célebres los debates de Ginés de Sepúlveda y el padre de Las Casas sobre la naturaleza de los indígenas americanos: si eran hombres verdaderos, es decir, hermanos de los blancos españoles, o animales y, por lo tanto, irracionales y objeto de cacería. Todavía, en pleno siglo XX, sectores de la sociedad mayoritaria de Colombia consideraban como algo natural la dicotomía “racionales” (ellos) e irracionales” (los indios). Así se justificaron la cacería y el asesinato de centenares de indígenas guahibos de los Llanos Orientales.

Stuart Hall sostiene que la clasificación racial como acto de organizar a las personas en diversos grupos sociales, de acuerdo con sus diferencias, actúa como calmante del pensamiento. Es bueno separar cabras de ovejas. La genética ha contribuido a esencializar las diferencias sin tener en cuenta el aporte de la cultura y la historia. Si antes el color de la piel, el tipo de pelo y la forma del cráneo eran discriminaciones producto de la visión, con la genética, el laboratorio y el discurso experto de la biología se convirtieron en los lugares idóneos para hablar de raza, “percibiendo” el código ADN. 

Peter Wade también demuestra que “indio” es una categoría racializada que opera para discriminar, ejercer el poder y construir percepciones estigmatizadoras de los grupos étnicos. En definitiva, existe el racismo pero la raza no tiene fundamento ni puede ocupar un lugar en la caja de herramientas de las ciencias sociales. La palabra raza es, pues, una invención de origen colonial de clasificación y subordinación de las poblaciones no europeas que sirvió para legitimar la conquista y la colonización
española en América.

Por eso me niego a hablar de cine y raza y prefiero hablar de cine étnico. Aún más, tampoco esa generalización me parece correcta, como si se tratara de un nuevo género “el cine indígena” al lado de los “western” o del “cine negro norteamericano”.Lo que existe es una gran variedad y diversidad humana (106 pueblos indígenas en Colombia), y, muchos cines indígenas. No es lo mismo el cine hecho por los nasa del Cauca que el cine hecho por los wayúu de la Guajira. Esos pueblos no comparten las mismas tendencias, son diferentes sus modos de narrar y sus públicos no son intercambiables.

Pablo Mora Calderón en la sesión del 2 de agosto de 2016
No hay que equivocarse cuando uno se enfrenta el voluminoso corpus o al inventario de películas hechas desde hace una década por autores indígenas: se trata de expresiones audiovisuales nacidas al interior de los pueblos indígenas y no de representaciones cinematográficas sobre esos pueblos. La diferencia es sustantiva. El cine sobre los “otros” (indígenas) se ha hecho desde casi el propio invento del cinematógrafo. Para poner un solo ejemplo: este año se cumplen 100 años de cine hecho sobre los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta. De 1906 datan los primeros registros cinematográficos del sueco Gustav Bolinder en Nabusímake, la capital del pueblo arhuaco. Y solo 10 años lleva el colectivo indígena Zhigoneshi que agrupa a los pueblos wiwa, kogui y arhuaco haciendo películas sobre ellos mismos como Nabusímake, memorias de una independencia.

En esa película Amado Villafaña, su director, quiso visibilizar la narrativa histórica del pueblo arhuaco en su proceso de resistencia y posterior independencia de la sujeción religiosa, cultural y económica desplegada por la Misión Capuchina en los territorios de la antigua San Sebastián de Rábago (hoy Nabusímake). Temáticamente, la historia arranca en 1918 cuando los capuchinos, a instancias del gobierno nacional, organizaron el orfelinato “las Tres Avemarías” a fin de redimir y educar en la fe católica a los niños indígenas. La película identifica viejas y viejos protagonistas que dan cuenta de esta historia. Testimonios dolorosos sobre reclusión forzada, prohibición a hablar la lengua nativa, castigos “ejemplarizantes”, obligación de contraer matrimonio con indígenas de otras etnias, apropiación de las mejores tierras del resguardo arhuaco, usurpación del gobierno propio mediante el nombramiento de cabildos, comisarios e inspectores de policía, y persecución y asesinato de autoridades indígenas tradicionales reconstruyeron oralmente el prontuario más evidente de la aculturación propiciada por los capuchinos durante más de sesenta años. La película también identifica sobrevivientes y testigos de la resistencia a estas arbitrariedades que nació desde la propia llegada de los primeros padres procedentes de La Guajira y culminó en 1982 cuando, luego de una toma pacífica, el Consejo Indígena Arhuaco conminó a los capuchinos a salir definitivamente de San Sebastián de Rábago.

Como demostré en el libro Poéticas de la resistencia hay, sin duda, un abismo infranqueable (ligado apenas por la necesidad de historiar las imágenes en movimiento en Colombia) entre la película evangelizante del antropólogo Vidal Antonio Rozo, Almas indígenas (1962) y el video hecho por indígenas kankuamos Mujeres que tejen cultura (2011). En sus años, ambas obras obtuvieron el Premio India Catalina del Festival de Cine de Cartagena y reflejan la transformación profunda del gusto de los jurados pero, sobre todo, de las actitudes individuales y colectivas de la sociedad colombiana por la cuestión indígena (que van del desprecio absoluto a la admiración relativa).

La mayoría de los realizadores audiovisuales indígenas hace parte de movimientos étnicos que, pese a las diferencias y los matices que sus pueblos y organizaciones de origen le otorgan a sus concepciones sobre el valor de la comunicación en sus políticas interculturales, encuentran en las obras que producen un instrumento para negociar utopías y deseos emancipatorios en cuestiones de soberanía, ciudadanía, modelos de desarrollo económico y políticas culturales. En este sentido, las experiencias comunicativas indígenas no pueden entenderse como simples ejercicios de creación artística o de representación de la realidad sino como verdaderas estrategias de agenciamiento político para la defensa de la vida y con un ideal de cambio en los paradigmas civilizatorios de nuestra sociedad.

Visionado de realizaciones audiovisuales indígenas colombianos en la charla de Pablo Mora Calderón,
 sesión del 2 de agosto de 2016
Los autores indígenas y sus obras han llevado a los críticos y especialistas a reconsiderar desde otros ángulos la práctica artística (o simplemente audiovisual) en su relación con la moral, la política y la estética. Y aunque todavía esas obras cinematográficas no hayan entrado al universo de los cánones del cine colombiano, su vigorosa existencia empieza a ser reconocida. Tal es el caso de la investigadora María Angélica Mateus Mora con su obra historiográfica, la más completa que se ha hecho sobre el cine indígena en Colombia.

En 2009 nació la idea de crear un escenario de exhibición anual y diálogo intercultural entre realizadores indígenas y público colombiano, con la intención de contribuir al proceso de reconocimiento y fortalecimiento de los pueblos indígenas. Desde entonces se han exhibido más de trescientas películas en la Muestra de Cine y Video Indígena de Colombia, Daupará (palabra embera que significa “para ver más allá”). Semejante caudal de obras permite preguntarse por esta dinámica creciente mediante la cual los pueblos indígenas se exponen audiovisualmente.

En una sugerente argumentación el filósofo Georges Didi-Huberman reconoce que hoy los pueblos indígenas están mejor expuestos. Nos gustaría pensar, dice él, que en la era de los medios, esta proposición significa que los pueblos son más visibles unos por otros de lo que nunca lo fueron. También nos gustaría decir, continúa el francés, que gracias a la democracia esos pueblos están “mejor representados” que antes. Pero es exactamente lo contrario: los pueblos están expuestos por estar amenazados en su representación política, estética y en su existencia misma. Los pueblos, concluye Didi-Huberman siempre han estado expuestos a desaparecer. ¿Cómo hacer para que se expongan a sí mismos y no a su desaparición? ¿Cómo hacer para que “aparezcan”?

Pues bien, desde hace por lo menos cuatro décadas los pueblos indígenas han aparecido en películas hechas por ellos mismos. Para algunos analistas como Paula Restrepo que escudriñan esta producción se trata de películas “interculturales” que, a diferencia del cine etnográfico, es una estrategia de cambio sociocultural. En el caso colombiano, las piezas interculturales están además articuladas a procesos organizacionales de índole política y cultural que no solo las respaldan, sino que son su razón de ser. En este sentido, conciben este tipo de documental como piezas de conocimiento y como intervenciones en el nivel de la epistemología política. 

Como si fuera poco, además de producir películas, los pueblos indígenas de Colombia, a través de sus organizaciones representativas del orden nacional, están empeñados en defender su derecho a producir autónomamente sus propias imágenes y a que el Estado los respalde. Delegados indígenas de la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC, la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana, OPIAC, la Confederación Indígena Tayrona, CIT, la Organización Autoridades Tradicionales Indígenas de Colombia- Gobierno Mayor y Autoridades Indígenas de Colombia, AICO, están en proceso de concertar con el Ministerio de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones y con la Autoridad Nacional de Televisión, ANTV, una política pública diferencial de comunicación indígena, que oriente la acción estatal en esta materia. De concretarse la política, el cine y el video indígena en Colombia colonizarán, por fin, las parrillas de la televisión y las salas comerciales de exhibición cinematográfica. El público colombiano podrá, entonces, descubrir nuevas sensibilidades y narrativas hasta ahora inéditas.

BIBLIOGRAFÍA

Stuart Hall, “Raza: el significado flotante”. En Intervenciones en estudios culturales, 2015.

Eduardo Restrepo, “Articulaciones de negridad: políticas y tecnologías de la diferencia en Colombia”. En Hegemonía cultural y políticas de la diferencia.

Peter Wade, “Multiculturalismo y racismo”. En Revista Colombiana de Antropología, vol. 47, 2011.

Pablo Mora, Poéticas de la Resistencia, Cinemateca Distrital, Instituto Distrital de las Artes, Bogotá, 2015.

Angélica Mateus Mora, “Lo indígena en el cine y videos colombianos: panorama histórico”. En Cuadernos de cine colombiano, “Cine y video indígena: del descubrimiento al autodescubrimiento”. No 17A, Nueva Época, Cinemateca Distrital, Instituto Distrital de las Artes, Bogotá, 2012. 

Paula Restrepo et. al., “Del cine etnográfico al documental intercultural: entre la representación y el cambio social”, 2014.

George Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Manantial, Buenos Aires, 2012.

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