¿Crisis de la crítica o crisis de la sociedad?
Por
Pedro Adrián Zuluaga
Pedro Adrián Zuluaga en sesión del 21 de Julio de 2016 |
Por
su condición aparentemente parasitaria, la crítica de cine –y el ejercicio de
la crítica en general– es un blanco de ataque demasiado fácil. Quienes la
ejercemos, nos movemos indistintamente entre la excesiva autoindulgencia y el
extremo autodesprecio, y hemos elaborado muy limitadas estrategias para dejar
de ser carnada presta para el escarnio. “Ningún niño francés ha soñado nunca en
convertirse en crítico de cine cuando sea mayor”, dijo alguna vez el ilustre
François Truffaut. Chascarrillos y boutades
por el estilo han alimentado la leyenda del crítico como un artista frustrado,
cuyo trabajo consiste en vampirizar la obra del otro y vivir a sus expensas.
Lo
que muy poco se intenta, porque la empresa es ambiciosa y requiere más que
frases de cajón, es entender la crítica como parte de un sistema, de un campo
cultural. Cuando ese campo –y utilizo aquí explícitamente la noción que nos
enseñó Pierre Bourdieu– es sólido, lo es precisamente porque admite la
discusión y el disenso, las diferencias de posición y la negociación de
intereses. En una palabra, la crítica. Cuando es enclenque, lo caracteriza la
estandarización y la uniformidad: la ausencia de crítica.
En
el caso concreto de Colombia, cualquier lamento sobre el estado de la crítica
cultural –y la crítica de cine– debería incluir un diagnóstico de lo que pasa
con la cultura en el país, qué la atraviesa en este momento, cuál es su
relación con la sociedad. Tal vez de ese examen resultarían unas cuantas
constataciones incómodas: por ejemplo, que buena parte de la creación cultural
ha sido cooptada, ya sea por el Estado y su capacidad de contratación, o ya por
el mercado y sus promesas de éxito y notoriedad. También revelaría que el
crítico no es una figura aislada en una torre de babel, sino alguien
condicionado por las mismas fuerzas que constriñen al creador; peor aún,
alguien obligado a participar desde adentro en el campo de la producción
cultural –ya sea como curador, gestor cultural, periodista o cualquiera de las
modalidades al uso–, un campo que, cuando asume la posición de crítico, está
obligado a mirar artificialmente desde afuera.
Es
pues elemental acusar a la crítica de debilidad, pero es harto más difícil
emprender la evaluación de las condiciones para la creación artística y la
producción cultural, que también determinan a los críticos. ¿Lo anterior es una
prueba más del carácter parasitario de los críticos? No, quizá solamente es
señal de una vinculación, no necesariamente jerárquica, entre creación y
crítica.
Los
años cincuenta en Colombia, sin ir muy lejos, vieron el florecimiento de un
extraordinario grupo de artistas: Fernando Botero, Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez
Villamizar, Álvaro Cepeda Samudio, Gabriel García Márquez, Enrique Grau, entre
otros. Y fueron años de una crítica atenta que encontraba en las obras de los
artistas mencionados un permanente desafío a su inteligencia. Fue el tiempo de
la revista Mito, del inicio del
magisterio de Marta Traba, de críticos extranjeros como Casimiro Eiger y Walter
Engel. Otro ejemplo fecundo pudiera ser la explosión del Grupo de Cali en los
setenta, donde creación y crítica ejercían una misma fuerza renovadora. El
Grupo de Cali produjo obras de gran densidad temática y, en algunas ocasiones,
sofisticada elaboración formal, y una crítica que, en casos como el de Andrés
Caicedo, todavía hoy resulta difícil de superar aunque los actuales críticos
tengamos una gama infinitamente mayor de herramientas teóricas y un mejor
acceso al archivo.
Pero,
¿qué demanda del crítico de cine la mayor parte de películas colombianas?
¿Producen alguna extrañeza o impelen a una tarea de exégesis? ¿Vale la pena
invertir en ellas la energía crítica? Con frecuencia muchos directores del
actual y nuevo cine colombiano afirman que hacen películas sin pretensiones,
para erradicar cualquier sospecha de intelectualismo, o cualquier filiación con
los estigmatizados temas de la violencia social y política. Algunos otros,
aunque afirmen la pertinencia de un cine comprometido y socialmente relevante,
están atrapados en una mirada tan simple que naufragan en la irrelevancia.
Pedro Adrián Zuluaga en sesión del 21 de Julio de 2016 |
El lugar de la crítica
La
otra mirada al “problema” generalmente pasa por la árida tarea de criticar a
los medios, lugares inevitables de exposición y legitimación de los críticos.
En este caso las jeremiadas son las consabidas, y sirven para situar la
responsabilidad por fuera del campo mismo de la cultura, en un cómodo lugar
externo que desplaza el autoexamen. Los medios también son un blanco demasiado
fácil. ¿Pero quiénes son los ciudadanos que les otorgan el poder que tienen? ¿Son
los medios autogestionados –como blogs y páginas web– una alternativa real ante
la estandarización de la información? ¿La influencia de un crítico pasa por la
influencia del medio en el cual se expresa? ¿Es el crítico una figura
intercambiable?
Por supuesto que los medios están sacudidos
por una extraordinaria redefinición. La autoridad de la que gozaban se evaporó
en medio del furor de las nuevas tecnologías y su promesa de una información
menos vertical y más participativa. Y lo que les pudiera quedar de credibilidad
terminó casi por completo sacrificada en el altar del mercado, o de la
banalidad y la autoindulgencia.
La
crítica, en ese estado de cosas, no es que resulte incómoda como suelen
mentirse algunos críticos desplazados u obligados al nomadismo; resulta sobre
todo inane y banal en medio de un caudal de información con escasos grados de
diferenciación. Con asombrosa negligencia, los grandes medios impresos de
Colombia dejaron morir uno tras otro los suplementos especializados en cultura
y los reemplazaron por magazines de variedades donde la crítica y el ensayo
especulativo no tienen lugar, sólo el reportaje sensacionalista o la crónica
colorida.
Tal
y como lo expresó el columnista Nicolás Morales en una de sus columnas de
opinión de la revista Arcadia –uno de
los pocos medios en Colombia que todavía hace divulgación cultural–, el ensayo
como género quedó sembrado en las revistas académicas pero reducido a la
generación afirmativa de conocimiento, a la divulgación científica, a la
asertividad con escaso horizonte crítico.
La
reseña crítica, el género habitual en el que el crítico puede expresar sus
opiniones, tiene notables constreñimientos de espacio, y aunque el crítico
fuese un mago de la síntesis es difícil que vaya más allá de una opinión
estandarizada. Los críticos que aún tienen cabida en los medios masivos viven
en una permanente zozobra, pues el espacio del que disfrutan es ciertamente
vergonzante y todos saben que pueden prescindir de ellos o reemplazarlos sin
ningún traumatismo para el medio. La legitimidad, y esto es una respuesta
parcial a la pregunta de unos párrafos atrás, la tiene el medio en que se
publica, casi nunca el crítico; incluso los blogs con su apariencia
independiente, tienen mayor visibilidad si están asociados a los medios
tradicionales.
La
disyuntiva entre pensamiento y entretenimiento hoy resulta insalvable en los
medios y sobra decir quien se quedó con la mejor parte. Y, para volver al cine
colombiano, está claro que una buena parte del gremio cinematográfico hace
ingentes esfuerzos por alinearse en la orilla de la industria y el
entretenimiento para complacer a un público masivamente infantilizado.
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Por una crítica estratégica
¿Es
posible aún hoy una crítica que sea generadora de pensamiento y no parasitaria?
¿Existe la posibilidad estratégica del crítico como autor a pesar de la crisis
de autoridad –autor y autoridad son nociones desde luego muy próximas–? Quizá
sea oportuno esperar una estación de aguas más tranquilas. Dejar por ejemplo
que las leyes que afectan al cine –la 814 de 2003 y la Ley Filmacion Colombia
de 2012– se estabilicen, que el mentado boom
del cine colombiano llegue a sus justas proporciones, que el negocio en el que
se ha convertido la formación audiovisual viva su proceso de selección natural
y, por último, que la sociedad colombiana avance hacia formas de convivencia
muy distantes del pugnaz unanimismo de los dos gobiernos de Álvaro Uribe y de
la polaridad que ha generado el posible acuerdo del fin de la guerra, en la era
de Juan Manuel Santos. Pero todo eso casi que implicaría soñar con una realidad
utópica y es mejor empeñarse en trasformar la realidad que tenemos. Es difícil
que las condiciones cambien, pero es imposible si no empezamos por
reinventarnos a nosotros mismos.
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